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Ana María Gómez 28/11/2022 Cargando comentarios…
A la hora de diseñar un producto siempre forzamos a nuestros clientes a buscar la diferenciación y la innovación, ya sea para crear un producto o una experiencia o servicio asociado al mismo y así evitar el riesgo de lanzar un producto que no aporte ni destaque nada. Ese riesgo es de sobra conocido. Sin embargo, también existe el riesgo de pasarnos de innovadores y que nuestro producto fracase por ser un adelantado a su época. El éxito, como en muchas otras facetas, se encuentra en el equilibrio, en este caso entre la novedad y la aceptabilidad y de este equilibrio habla el principio MAYA (‘Most Advanced. Yet Acceptable’), un principio de diseño para prevenir la sobre-innovación.
El término lo acuñó Raymond Loewy, el considerado padre del actual diseño industrial. Autor, por ejemplo, de la cajetilla de Lucky Strike y de la botella de Coca Cola. Loewy se tomaba muy en serio crear productos innovadores, pero no más de lo que el público estaba preparado para asumir y a esta forma de aproximarse al diseño de un nuevo producto lo llamaba el principio Maya.
A lo largo de la historia tenemos ejemplos de productos que no cumplieron el principio Maya y, por tanto, fracasaron. Otros, en cambio, sí supieron encontrar ese equilibrio.
Un ejemplo muy sonado de productos muy adelantados a su época fueron Google Glasses, unas gafas de realidad aumentada que permitían a sus usuarios utilizar aplicaciones como lo hacemos con los smartphones, pero sin tener que tener nada en las manos. Un producto innovador, algo caro para el gran público (su precio inicial rondaba los 1500 $), con serias dudas sobre la privacidad por poder grabar en cualquier momento y lugar, pero sobre todo demasiado adelantado para los consumidores. Esto provocó un gran fracaso comercial que obligó a Google a cambiar de estrategia para las gafas y orientarlas al uso profesional en ámbitos como la medicina, la industria, la construcción… Sin embargo, ¿qué hubiese pasado si estas gafas se hubieran lanzado años después? ¿Y en el futuro con todo el melón del metaverso encima?
En la otra cara de la moneda, un producto donde se consigue este equilibrio: el iPod. ¿Quién no recuerda el iPod? Ya desde el lanzamiento supuso una auténtica revolución, llevar “1000 canciones en el bolsillo”.
Pero no solo eso. Su propuesta de valor iba más allá: ¡‘ultraportable’, hardware ‘ultrafino’, buena calidad de sonido, ‘ultrarápido’ (sí, todo muy ‘ultra’ en palabras de Jobs), 10 horas de batería y cabe en el bolsillo! ¡No tiene ninguna pega!
En el iPod algo llamaba la atención: una rueda que ocupaba casi la mitad del dispositivo y que lo hizo ‘ultrausable’. Podías controlar el reproductor deslizando el dedo incluso sin mirarlo, gracias a la retroalimentación que nos proporcionaba el tacto y el sonido a través de los cascos. La primera generación, una rueda que giraba físicamente y botones; las posteriores a 2003, sensibles al tacto; y después se integraron los botones.
El producto fue preparando al público para que el usuario pudiese utilizar un dispositivo con muy pocos botones, con hacer acciones muy complejas e incluso desde la pantalla táctil. Ya la última versión del iPod, el Touch, nos vaticinaba su futuro: la fagocitación de este a manos del iPhone. Y es que el iPod fue allanando el camino para que el iPhone cumpliese el principio Maya y no pillase a los usuarios sin preparar ante un cambio a la interfaz táctil.
A la hora de desarrollar nuevos productos, servicios o forma de interaccionar con ellos hay que tener en cuenta que nuestros usuarios no tienen por qué estar dispuestos a aprender a usar nuestro producto. Lo ideal es:
Por esto, en nuestros productos digitales tenemos que tener en cuenta las habilidades de los usuarios objetivos, entender con qué están familiarizados y así el grado de aceptabilidad que tendrán ante las distintas innovaciones que podamos presentarles.
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